viernes, 29 de febrero de 2008

Jean Reno & Sting: dos para la emoción

La primera vez que vi "Leon, el profesional", sentí que empezaba a entender mi propio corazón. Escondido bajo una armadura de hierro que a veces se oxida, pero que permanece en el lugar para defenderme de nuevos golpes.
El amor tiene tantas caras, tantas formas increíbles de salir a la superficie que en la mayoría de los casos, ni siquiera sabemos de que se trata hasta que nos ha invadido por completo.
Esta pelicula magistralmente protagonizada por Jean Reno, Dany Aiello, Gary Oldman y una jovencisima Natalie Portman, siempre me recuerda que la vida no termina cuando termina, y que como la planta de Leon, empieza justo en el momento del final.
Shape of my heart de Sting le otorga el marco perfecto a la emoción, cierra el círculo y nos proyecta a ese espacio de nosotros mismos donde nos permitimos ser vulnerables.

martes, 26 de febrero de 2008

Te pienso


Hoy te pienso
Como casi todas las noches
en que me haces falta.
Te pienso
entre las notas suaves
de esta canción,
mezcla de almendra
café y miel
Te pienso
y tu sonrisa dulce
y tu mirada incierta
me vuelven luna.
Invades sin permiso
todo mi universo
que estalla,
y te instalas.
Dominas con tus ojos
el faro de mis sueños
y te haces luz
en la oscuridad.
Hoy te pienso.
Esta noche.
Como casi todas las noches
en que me haces falta.
Y sin que lo sepas,
sin que puedas adivinarlo
sin que puedas sentirlo,
te pienso.
Y sin pedirte permiso
me hago dueña
de tu silencio
de tu humedad
de tu deseo.

Cuando parece que todo está hecho...


... entonces aparece otra vez Van Morrison. Porque cuando parecía que Morrison ya lo habia probado todo en el terreno de la música, este juglar aparece con un album de viejos temas y nos demuestra que la buena música puede volver una y otra vez remozada en versiones, y que es permanente. Porque son clásicos. Y eso es lo que sucede cuando se instala un clásico en la historia de la música. No desaparece jamás. Se enriquece con el tiempo, como los libros. El album se llama "Van Morrison at the movies", un disco que recorre la historia de Morrison como compositor de canciones que han sido llevadas al cine.
Para descubrir, disfrutar y guardar entre los favoritos de siempre.

lunes, 25 de febrero de 2008

Cada noche en el cielo


Me costó soltar tu mano. Sabía que era la última vez que podía aferrarme a vos. Ríos de sal cayeron al suelo después de darte la espalda. La calle se abrió delante de mí como si hacia atrás, todo se hubiera convertido en un gran hoyo, un cráter enorme que te hizo desaparecer de mi vida.
Como un símbolo de nuestra fuerza y también de nuestra fragilidad, dejaste alrededor de mi cuello el recuerdo de tus años cerca de mí. Cierro los ojos y aspiro profundamente para guardarme todo tu olor, que aún permanece en el aire.
Ya no voy a poder volver a esperarte. Ya no. No más excursiones al centro de tu piel, no más miradas a tus ojos almendrados, siempre fijos, brillantes, increíblemente intensos. No más preludios en el borde de tus labios que me enseñaron a besarte.
Fuiste la tentación que desató miles de susurros y sueños empapados de ganas. Acompañaste mis manos hasta cada rincón y manejaste mi cuerpo como un explorador. Aprendí de cero. Sin saber nada. Sin imaginar siquiera cómo encontrarte. Me dejé llevar por la penumbra y por tu voz suave que dirigía todas mis inseguridades.
No soporto la necesidad de volver sobre mis pasos. Aunque más no sea dar media vuelta para ver tu figura desdibujándose en el cruce de la ruta, que se me antoja aún más allá del horizonte.
No te vayas… Por qué no podés escucharme?... Llevame con vos. No me dejes sola. Hay tantas cosas que nunca te dije… Nunca te conté del temblor de mi corazón mientras aguardaba en el banco de la estación a que por fin salieras. Jamás supiste de mis llantos escondidos debajo de la almohada cada vez que no llegabas. Ni siquiera podés imaginar el dolor de cada palabra que salía de mi boca el día que tuve que explicarte por qué parte de tu sangre estaba derramada en la espuma del Atlántico. Hubiera querido abrazarte más fuerte. Decirte algo importante. Llorar con vos. Pero no pude. Me limité a permanecer parada a tu lado, en medio de la plaza, ahogando tu propio dolor enmarcado en un silencio más profundo que la eternidad.
Estás desapareciendo…

Escucha el viento cada mañana, porque entre silbidos te va a contar cómo van a ser mis días sin vos. Trepate a las ramas del árbol que crece frente a tu ventana y mirame desde allí. Aférrate a mi recuerdo cada vez que te haga falta, así… de la misma forma en que me enredo en tu corbata repleta de horas nuestras.
Ya no te veo. Y se que cada vez que te piense voy a arrepentirme de no correr detrás tuyo hoy. Pero tengo tanto miedo… Nunca voy a saber si algún día me amaste. Y nunca tuve el valor de preguntártelo. Como nunca tuve el valor de decírtelo.
No me dejes olvidarte. No me obligues a olvidarte. No quiero olvidarte. Quiero que seas parte de mis sueños cada noche de cada instante de mi vida. Quiero que seas parte de mi universo, del pedacito de felicidad que me toque.
Estás en mí como la piedrita del cuento de Cortázar, en el rinconcito mas tibio de mi misma, protegido por la luna que me recordará secretamente, cada madrugada, antes de abandonar el cielo, tu última mirada y tu último silencio.

Inalcanzable

Espero a que suene. Apenas uno. Sé que estás detrás de ese sonido. Imagino las manos, la yema de los dedos eligiendo cada letra. Los sentidos despiertan. La tristeza desaparece durante ese instante en que sucede. Estás ahí. Y esa milésima de segundo en que piensas en mí, me alcanza.
Un unicornio. Único.
Una vez leí que el universo conspira para que algunas cosas sucedan. Sé que conocerte fue una conspiración del universo. Que aparecieras de pronto, como una visión cósmica, casi de la nada, frenó una decisión sin retorno. Es que a veces, la soledad nos gana partidas importantes porque suele disfrazarse de angustia, de miedo, de fracaso, de frío…
Esos días exploraba a diario mis bordes y me acercaba a mis límites. Pero algo frenó el erróneo reconocimiento de mí misma. La ternura de un desconocido, la lejanía que me quitó del precipicio.
¿Volverá a sonar?
Confieso que todo se me aparece como un anagrama. Busco lo escondido, lo que no se ve. Trato de encontrar la respuesta, pero desde la ventana abierta solo veo luces intermitentes en la noche, un ruido sordo y quebrado que atraviesa el cielo y la lluvia, que gota a gota desnuda mi alma.
El corazón guarda los sentidos, los contiene como un guardián celoso. Y el cuerpo los reclama. Cada vez que te acercas desde tu lejanía los sentidos se escapan para apoderarse de todo. Casi puedo verte, cada vez que mis manos recorren el aire que puede tocarte. Es un laberinto de espejos que estallan. Un gran sonido. Un trueno. Un relámpago. La luz de una súper nova. La clara frescura de la luna.
Aquí me quedo. Elijo el lugar en que sé que existes. Simple. Debajo del cazador, observo como la pluma de faisán desintegra las pesadillas y la telaraña guarda los sueños para que se repitan, una y otra vez. Cien. Mil.
Es un anagrama. Y no se si quiero resolverlo. Lo prefiero así. Que guarde algo de mágico, algo de secreto, algo de inexplicable, algo de fantástico.
Dejo que suene. Una vez más. Sé que estás ahí. Ocupas un lugar en este espacio nuestro. Ni más acá, ni más allá. En este lugar. Un sitio común donde las voces se convierten en susurros.
Sé que ahora duermes. No quiero despertarte. Como un ángel transparente, de brisa y espuma de mar, dejo en tu almohada una caricia de mi alma.
Suelto el lápiz y sonrío. Calderón de la Barca dijo que “los sueños, sueños son”, y sé que es así. Sos el sueño más lindo que tengo. Y en ese lugar estarás siempre, cuidado, protegido, deseado. Sin lágrimas, sin miedos, sin preguntas. En un refugio de mi misma que nadie conoce y que nadie invade. En un espacio inalcanzable al que jamás te dejaré entrar cuando despunte el día. Al menos, hasta la próxima vida.

Media vuelta


Dar media vuelta no es lo mismo que dar la vuelta. Una vuelta es volver al mismo lugar. Una mediavuelta es mirar hacia el otro lado, hacia un nuevo lugar adonde se puede llegar.
Una media vuelta nos compromete con nosotros mismos a seguir intentando, y hay una en cada esquina.
Un poco de aquí, un poco de allá, resaltador en dos noticias que vale la pena comentar. La marca del pocillo de café en el papel y una llamada que lleva hasta la primera intervención. Media vuelta en medio de la tarde. Cambio de oxígeno. Olvido del stress antes de entrar al estudio. Mediavuelta a todo. Como en la vida, en cada piedrita de Cortazar, en cada espejo de Borges, en cada verso gitano de García Lorca, en cada trazo de Picasso y en cada riff de Jimmy Page. Siempre una media vuelta que permita seguir, intentar, volver y fracasar, volver y ganar. Dar media vuelta e insistir.
Oxígeno otra vez. Mientras tanto, Clapton cuenta su historia en Cocaine y el pie golpea contra el suelo instintivamente.
El día tiene su media vuelta, como el resto de las cosas. Como nosotros mismos. Como las ganas. Como el sueño. Como la pesadilla. Como el juego. Como el deseo.
Otra media vuelta. Otro café. Una risa abierta responde a un chiste. Un bailecito improvisado. La lapicera que juega entre los dedos. El papel manchado con el borde del pocillo, ahora cubierto de borrones. Y casi al descuido, en una casualidad montada en complicidad conspirativa con el universo, alguien espera, en una esquina cualquiera, que ese corazón le regale una mediavuelta.

Tras un manto de neblina


Malvinas es para la mayoría de los argentinos, una absurda y profunda herida, provocada por la ambición y el ansia de perpetuidad de algunos en el poder.
Malvinas es un territorio argentino, pirateado desde hace siglos y hoy todavía envuelto en una discusión diplomática que pareciera no tener fin.
Malvinas es para muchos habitantes de mi país un recuerdo que se prefiere olvidar, esconder y tapar.
La película argentina “Iluminados por el fuego”, fiel relato de lo sucedido en las islas, levantó el polvo acumulado en la memoria colectiva e individual y volvió a provocar en nosotros, lo que dejó hace más de dos décadas: una profunda vergüenza.
No verteré aquí críticas políticas o de relaciones internacionales equivocadas o anacrónicas. No opinaré hoy sobre los obsoletos y antidemocráticos poderes de voz y voto de la ONU. No hablaré tampoco del Primer Mundo, ni del Tercer Mundo, ni del Subdesarrollo.
Esta vez voy a mirar hacia adentro de mí misma, de mi ser nacional, para intentar explicar por qué sentí tanta vergüenza cuando las imágenes de esta película castigaban mi insolente pacto de olvido.
Febrero de 2006. Mis hijos tienen 19 y 17 años respectivamente. Son libres para vivir y para elegir. El servicio militar obligatorio ya no existe desde hace muchos años y los jóvenes ahora pueden empezar a planear su futuro sin temores. Al menos, esos temores…
Abril de 1982. Tengo 16 años. Miro incrédulamente la tapa de una revista donde un soldado sostiene en sus manos una bandera argentina. Me emociona, presiento que me mira y me pregunta por qué. Tiene 18 años recién cumplidos. La obligatoriedad del servicio militar lo llevó lejos de su casa, a miles de kilómetros de su familia, de sus amigos, de sus sueños.
Es casi un niño que busca desesperadamente un motivo para sonreír, aún consciente de que detrás de ese uniforme incompleto, que no alcanza para soportar el frío que cala los huesos, corre como empujada por la bruma, la muerte.
Él sabe que el odio paraliza y entonces no odia. Sabe que la guerra destruye y entonces ya no entiende si él se equivoca, o se equivocan con él.
Casi un niño que en una trinchera de barro y hielo, entrega cada noche su vida y se resiste cada madrugada, a la muerte.
Julio de 1982. Los que volvieron, llegaron en silencio, de noche, sin hacer ruido. No hubo bienvenida, ni recibimiento. Claro… no eran campeones del mundo. Eran apenas un puñado de adolescentes torturados, lastimados, vejados, destrozados. Escondimos los cadáveres de los que quedaron abonando la espuma del Atlántico.
La guerra de Malvinas es la mayor cobardía de los argentinos, por varios motivos. Por permitir durante muchos años, que las dictaduras, no sólo de Argentina, sino de América Latina en ese momento, jugaran con la vida de nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros padres, nuestros hijos. Por aceptar los delirios de grandeza de un borracho, las mentiras de los cómplices que mantenían sus ojos vendados para no perder un solo centímetro de territorio ganado. Por tener miedo de defender, de gritar, de reclamar, de pelear. Por cometer el pecado imperdonable de haber convertido a nuestros Combatientes de Malvinas en miserables mendigos a los que aún hoy se les cierra la puerta, para no verlos, cuando se presentan frente a nosotros tratando de vender, puerta a puerta, bolsas para residuos o repasadores para la cocina.
“Iluminados por el fuego”, no es sólo el testimonio de uno de esos ex combatientes sobre lo ocurrido en las islas, es el espejo de la desesperación, es acerca de lo que sucedió tras su regreso con vida al continente.
Por eso, por todos los amigos que no pudieron ser. Por todos los futuros truncados. Por los muertos bajo las balas inglesas. Por los asesinados en nombre de la patria. Por los que se suicidaron tras el rechazo de una sociedad inmadura que no supo contenerlos. Por no haber gritado más profundamente al mundo nuestros derechos soberanos y por no haber obligado a defender lo nuestro con responsabilidad, justicia y honor. Por la locura. Por la idiotez. Por la tristeza de esos soldados que tenían la edad que hoy tienen mis hijos.
Perdón. Perdón.

Razones no faltaron


Ensayo algunas de tus razones. Razones para escapar de los recuerdos. Enumero respuestas probables. La lista de las excusas ensayadas para olvidarte de recordarnos.
Porque los recuerdos se convierten en flechas ardientes al trazar un arco en tu cielo pretendidamente frío, y quedan así, zigzagueantes, mordisqueando el borde, clavados en tu armadura. Así inventaste la manera de evadir mis palabras.
Porque los recuerdos tienen marcados a fuego, como en llagas abiertas en nuestras noches, la inigualable geografía de tu cuerpo. Así luchaste para alejarte de mis manos.
Porque los recuerdos tienen talladas tus miradas más asombradas, de las que siempre seré la única propietaria, y el sabor de tus lágrimas secretas, escondidas debajo de la sombra del ceibo durante eternas madrugadas. Así corriste enloquecido sólo para escaparte de mis ojos.
Porque los recuerdos tienen la mitad del mapa de nuestro tesoro, el croquis detallado del camino que podríamos haber recorrido, una copia de las llaves de todos nuestros reinos, los límites infinitos de nuestro territorio, los bocetos en carbonilla de los deseos soñados apretando los dientes, y casi todos los planos de nuestro mejor proyecto.
Así, después de convertir en nubes borrascosas todos nuestros recuerdos, por miedo, huiste de nosotros.

Entre arenas perdidas

La luna, que todo lo mira, entró una noche por la ventana, cruzó el vidrio y se enamoró de él. Lo descubrió mientras dormía. Esa noche dejó su amor colgado en la ventana entreabierta, en tanto el ruido del tráfico de la madrugada lo inundaba todo.
Él apenas sintió un tímido escalofrío. Un suspiro que nunca le salió del todo, que le hizo girar el cuerpo y tras lo cual continuó distraídamente su sueño. La luna nunca había sentido tan frescos sus bordes. Era como una bruja que lo mecía y lo dormía, cantando en su oído antiguos conjuros de amor. Lo acarició con un murmullo platinado, y le hizo un arroyo de luna nueva.
En la sombra de la noche cómplice, bebió embriagada zurcidos de luz de cielo, adormecida, encantada, conmovida. Y cerró los ojos, en un espacio breve, con aroma a jazmines de verano.

Al despuntar el sol, ya no hubo necesidad de palabras. La luna empezó a desaparecer, despacio, calladamente, entendiendo que la eternidad no dura más que unas horas de oscuridad. Y se alejó, poco a poco, perdiéndose entre las nubes, atravesando el cielo.

Nada era verdad. Sus pupilas de fuego se lo dijeron. Ahora él es solo sombra, no es ni playa, ni mar. La sal que quedó entre las piedras que metió en el bolsillo de plata, se escurrió puñado a puñado y no le dejó nada. Está tan alta la luna… tan intocable, tan infinita, tan mujer. Está tan fuerte la luna… tan entera, tan brillante, tan mujer.

Y él, que va y viene de la playa, arrastrando arenas perdidas a su paso, mintiendo entre oros y espumas blancas sus bordes desparejos, él sabe bien que ella nunca más perderá su brillante luz nocturna. Y aún en esos días de forma nueva, y durante un eclipse, escondida detrás del sol, ella siempre será la luna. Aunque no se vea, aunque ya no esté, aunque la haya ahogado en su remolino de aguas turbulentas. La luna empieza otra vez el ciclo. Otra vez desde el principio. Ninguna tormenta puede con ella. Comienza a conciliar el sueño, recostándose en las sombras para alumbrar nuevos senderos de corazones muertos que lloran olvido, aún sin saberlo.

viernes, 22 de febrero de 2008

En medio de todo


En medio de todo
Sin borde
Sin límite
Sin frontera
En medio de todo
Con impunidad
Con alevosía
Con impertinencia
En medio de todo
Rasgándome
Lastimándome
Desgarrándome
En medio de todo
Dentro de mi
Se burla tu recuerdo

Siempre Rufus




Rufus Wainwright es un músico incomparable. Canadiense como Leonard Cohen, es uno de los que más fielmente ha interpretado la melancólica seducción del poeta de I'm your man.
Rufus arrastra el sentimiento cuando deja caer las notas y las acompaña de susurros, giros y posturas en la voz que asombran. La versión del Allelujah que aparece en el final de la película Man of the War, protagonizada por Nicolas Cage es maravillosa.
Pero hoy quiero presentarles un trabajo que habla por sí mismo de Rufus. De toda esa sensibilidad que lo hace incomparable. Apuesten al último trabajo de Wainwright "Release the stars" y prepárense para escuchar con el corazón abierto la canción "Going to a town". Es mi regalo de hoy.


Desempolvar noviembres

Volar entre nubes
soñar tus mundos
intentar imposibles sin cansarme
escuchar voces dentro de mi
registrar el timbre de tu voz
pintar muros vacíos
sentir temblar la piel y bailar el alma
cantar en La mayor
gritar hasta que duela
murmurar al oido mis miedos
nadar en el mar hasta perderme en el cielo
empaparme con la lluvia sin mojar mis alas
besarte sin freno hasta el último aliento
desenredar madejas
desempolvar noviembres
y encontrarte.

jueves, 21 de febrero de 2008

La calesita de la plaza

Tenían otro olor por aquellos días los domingos. Misa de las nueve, catecismo, una vuelta con el abuelo por los “andurriales” –hace casi 30 años, a unas pocas cuadras del centro-, tallarines con salsa de tomate y vainillas con crema, matineé en el Español o en el Rex, torta con baño de limón y después, a hacer los deberes para el lunes, baño y cena con postre de chocolate.
Entre la hora de la película de las dos y hasta que se hacían las seis, cuando empezaba la función de la tarde, los chicos corríamos como encantados por la magia que nos producía su piel de chapa celeste.
-¡Hoy te toca correr a vos!...- y el resto subíamos apurados a sentarnos sobre los bancos de madera verde, cuidando de que no nos tocara justo el lugar en el que faltaba la tablita de madera del asiento.
Era la época de las botas de cuero con cierre ajustando la pierna y las polleras escocesas. Nos debatíamos constantemente entre la niñez y la adolescencia, mezclando alguna que otra mirada tierna con los juguetes.
Para nosotros, la generación villeguense de aquellos años, era un paseo obligado, una forma de aferrarnos a la infancia, como si la velocidad conseguida a fuerza de empujar y empujar retuviera el tiempo. Como si el movimiento incansable del sube y baja controlara las horas y las cansara.
Aquella era la plaza de mi niñez. La de las glorietas y los bancos de mármol, la del inmenso árbol bajo el cual nos imaginábamos el mundo.
La calesita de nuestra plaza no era como la mayoría de las calesitas que veíamos cada vez que viajábamos a Buenos Aires, no tenía como casi todas, caballitos de madera y autitos de chapa.
Esta era una calesita de chicos, todo era cuestión de soñar mirando el techo con forma de sombrerito de cumpleaños y agarrar con fuerza la rueda de hierro que giraba junto con nosotros, del lado de adentro.
Poco a poco las cosas fueron cambiando, la música progresiva le dejó paso al rock nacional y la cabellera rubia de Peter Frampton se alejó con la Banda de los Corazones Solitarios del Sargento Pepper.
Después me di cuenta que no fueron solamente las cosas, cambiamos nosotros, como si la vida fuera un libro de cuentos, en el que la historia va modificándose, capítulo a capítulo.
La música de la plaza me aviva los recuerdos. Mi ciudad ha recuperado el Español, y aunque este domingo aquel árbol que me hacía soñar ya no está, los más chicos seguro encontrarán alguna otra excusa para comenzar a soñar con ser grandes, mientras nosotros sentimos la nostalgia de la niñez, del gusto del mazapán de la confitería de Monti y de la calesita de chapa celeste, la que estaba en un costado de la plaza.

Volar




Volar…
Reconocer esa sensación otra vez. Como cuando era chica y tenía la certeza de que podía volar. Si corría rápido, al llegar a la esquina de la casa del abuelo, levantaba los brazos, los batía acompasadamente al costado del cuerpo y giraba en un planeo suave cerca de los álamos.
Mis pies se despegaban del suelo y por unos instantes gloriosos, me suspendía en el aire. Era un secreto. Pero yo volaba…
Hoy quisiera volar. Volver a separar los pies del suelo. Alejarme milímetro a milímetro de la realidad que me observa por debajo de mí. Conseguir altura. Flotar. Chocar contra el viento y sentir la humedad del aire en la piel. Absorber libertad. Dejar caer los viejos retazos de olvidos y desprender de las nubes recortes espejados de ilusiones renacidas.
Esperar a que salga la luna trepada a un acantilado, y ver cómo despierta la mañana, rompiéndose en espumas bajo mis pies helados.
Volar espacios en segundos y sentir el frío atravesar mis huesos hasta adormecerlos. Bajar en calma, planeando sobre amarillos y verdes, lentamente… hasta que el calor del verano sofoque mi piel.
Planear un aterrizaje hasta caer rendida entre las flores del ceibo y mientras las ramas me hacen cosquillas en los ojos, calcar los brillos del sol salpicando las hojas.
Extender mis alas y oír la proximidad de la lluvia. Acurrucarme en un hueco de la noche y escuchar las gotas de agua golpear contra el cristal de la ventana.
Bajar los ojos y descubrir la forma de tu espacio dibujarse sobre las sábanas, en un abrazo de cristales con mi soledad.
Y volar. Otra vez volar.
Y llegar a la fuente. A mi avatar infinito de huidas violentas y regresos tímidos, de esperanzas escondidas y fracasos insistentes. Desandar oscuridad. Recoger mi piedrita perdida y volver a tierra, con las manos celestes de tanto tocar el cielo.
Hoy quiero volar. O llorar. O volver a empezar.