jueves, 21 de febrero de 2008

La calesita de la plaza

Tenían otro olor por aquellos días los domingos. Misa de las nueve, catecismo, una vuelta con el abuelo por los “andurriales” –hace casi 30 años, a unas pocas cuadras del centro-, tallarines con salsa de tomate y vainillas con crema, matineé en el Español o en el Rex, torta con baño de limón y después, a hacer los deberes para el lunes, baño y cena con postre de chocolate.
Entre la hora de la película de las dos y hasta que se hacían las seis, cuando empezaba la función de la tarde, los chicos corríamos como encantados por la magia que nos producía su piel de chapa celeste.
-¡Hoy te toca correr a vos!...- y el resto subíamos apurados a sentarnos sobre los bancos de madera verde, cuidando de que no nos tocara justo el lugar en el que faltaba la tablita de madera del asiento.
Era la época de las botas de cuero con cierre ajustando la pierna y las polleras escocesas. Nos debatíamos constantemente entre la niñez y la adolescencia, mezclando alguna que otra mirada tierna con los juguetes.
Para nosotros, la generación villeguense de aquellos años, era un paseo obligado, una forma de aferrarnos a la infancia, como si la velocidad conseguida a fuerza de empujar y empujar retuviera el tiempo. Como si el movimiento incansable del sube y baja controlara las horas y las cansara.
Aquella era la plaza de mi niñez. La de las glorietas y los bancos de mármol, la del inmenso árbol bajo el cual nos imaginábamos el mundo.
La calesita de nuestra plaza no era como la mayoría de las calesitas que veíamos cada vez que viajábamos a Buenos Aires, no tenía como casi todas, caballitos de madera y autitos de chapa.
Esta era una calesita de chicos, todo era cuestión de soñar mirando el techo con forma de sombrerito de cumpleaños y agarrar con fuerza la rueda de hierro que giraba junto con nosotros, del lado de adentro.
Poco a poco las cosas fueron cambiando, la música progresiva le dejó paso al rock nacional y la cabellera rubia de Peter Frampton se alejó con la Banda de los Corazones Solitarios del Sargento Pepper.
Después me di cuenta que no fueron solamente las cosas, cambiamos nosotros, como si la vida fuera un libro de cuentos, en el que la historia va modificándose, capítulo a capítulo.
La música de la plaza me aviva los recuerdos. Mi ciudad ha recuperado el Español, y aunque este domingo aquel árbol que me hacía soñar ya no está, los más chicos seguro encontrarán alguna otra excusa para comenzar a soñar con ser grandes, mientras nosotros sentimos la nostalgia de la niñez, del gusto del mazapán de la confitería de Monti y de la calesita de chapa celeste, la que estaba en un costado de la plaza.

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