lunes, 25 de febrero de 2008

Tras un manto de neblina


Malvinas es para la mayoría de los argentinos, una absurda y profunda herida, provocada por la ambición y el ansia de perpetuidad de algunos en el poder.
Malvinas es un territorio argentino, pirateado desde hace siglos y hoy todavía envuelto en una discusión diplomática que pareciera no tener fin.
Malvinas es para muchos habitantes de mi país un recuerdo que se prefiere olvidar, esconder y tapar.
La película argentina “Iluminados por el fuego”, fiel relato de lo sucedido en las islas, levantó el polvo acumulado en la memoria colectiva e individual y volvió a provocar en nosotros, lo que dejó hace más de dos décadas: una profunda vergüenza.
No verteré aquí críticas políticas o de relaciones internacionales equivocadas o anacrónicas. No opinaré hoy sobre los obsoletos y antidemocráticos poderes de voz y voto de la ONU. No hablaré tampoco del Primer Mundo, ni del Tercer Mundo, ni del Subdesarrollo.
Esta vez voy a mirar hacia adentro de mí misma, de mi ser nacional, para intentar explicar por qué sentí tanta vergüenza cuando las imágenes de esta película castigaban mi insolente pacto de olvido.
Febrero de 2006. Mis hijos tienen 19 y 17 años respectivamente. Son libres para vivir y para elegir. El servicio militar obligatorio ya no existe desde hace muchos años y los jóvenes ahora pueden empezar a planear su futuro sin temores. Al menos, esos temores…
Abril de 1982. Tengo 16 años. Miro incrédulamente la tapa de una revista donde un soldado sostiene en sus manos una bandera argentina. Me emociona, presiento que me mira y me pregunta por qué. Tiene 18 años recién cumplidos. La obligatoriedad del servicio militar lo llevó lejos de su casa, a miles de kilómetros de su familia, de sus amigos, de sus sueños.
Es casi un niño que busca desesperadamente un motivo para sonreír, aún consciente de que detrás de ese uniforme incompleto, que no alcanza para soportar el frío que cala los huesos, corre como empujada por la bruma, la muerte.
Él sabe que el odio paraliza y entonces no odia. Sabe que la guerra destruye y entonces ya no entiende si él se equivoca, o se equivocan con él.
Casi un niño que en una trinchera de barro y hielo, entrega cada noche su vida y se resiste cada madrugada, a la muerte.
Julio de 1982. Los que volvieron, llegaron en silencio, de noche, sin hacer ruido. No hubo bienvenida, ni recibimiento. Claro… no eran campeones del mundo. Eran apenas un puñado de adolescentes torturados, lastimados, vejados, destrozados. Escondimos los cadáveres de los que quedaron abonando la espuma del Atlántico.
La guerra de Malvinas es la mayor cobardía de los argentinos, por varios motivos. Por permitir durante muchos años, que las dictaduras, no sólo de Argentina, sino de América Latina en ese momento, jugaran con la vida de nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros padres, nuestros hijos. Por aceptar los delirios de grandeza de un borracho, las mentiras de los cómplices que mantenían sus ojos vendados para no perder un solo centímetro de territorio ganado. Por tener miedo de defender, de gritar, de reclamar, de pelear. Por cometer el pecado imperdonable de haber convertido a nuestros Combatientes de Malvinas en miserables mendigos a los que aún hoy se les cierra la puerta, para no verlos, cuando se presentan frente a nosotros tratando de vender, puerta a puerta, bolsas para residuos o repasadores para la cocina.
“Iluminados por el fuego”, no es sólo el testimonio de uno de esos ex combatientes sobre lo ocurrido en las islas, es el espejo de la desesperación, es acerca de lo que sucedió tras su regreso con vida al continente.
Por eso, por todos los amigos que no pudieron ser. Por todos los futuros truncados. Por los muertos bajo las balas inglesas. Por los asesinados en nombre de la patria. Por los que se suicidaron tras el rechazo de una sociedad inmadura que no supo contenerlos. Por no haber gritado más profundamente al mundo nuestros derechos soberanos y por no haber obligado a defender lo nuestro con responsabilidad, justicia y honor. Por la locura. Por la idiotez. Por la tristeza de esos soldados que tenían la edad que hoy tienen mis hijos.
Perdón. Perdón.

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